Admirose un portugués… del Vigo de 1905 (I)

Hay veces en que se puede invertir el orden del dicho y mil palabras -más o menos- pueden llegar a valer más, o por lo menos a igualar, a una imagen. Podría ser el caso de la descripción que del Vigo de 1905 hace el médico y viajero portugués Fialho de Almeida, que hace un pormenorizado y muy vivido relato de su estancia en la ciudad. Inmune tal vez por su condición de extranjero a la necesidad de alabar lo propio -o de denigrarlo, que es costumbre muy española- sus descripciones parecen exactas y comedidas, ceñidas a lo que ve, por lo que resultan un documento impagable para establecer una foto sentimental de lo que podía ser la ciudad en aquellos primeros años del siglo XX.

El desaparecido mercado de A Laxe, que tanto agradó al médico portugués.

Nos ceñiremos en esta página a lo que más nos interesa, sus impresiones sobre las zonas del Casco Vello, que son ya las más “populares”, en el sentido de alojar a las clases menos favorecidas económicamente, ya que el desarrollo de la ciudad ha convertido ya al Casco Vello en “una pequeña aldea gala” que resiste como puede el asedio del gran desarrollo que experimenta Vigo. 

Griterío

 

Su primera mención comienza al hablar de la Colegiata desde la que luego desciende hasta el mercado de A Laxe. Estas son sus palabras literales: “Por fuera la iglesia tiene dos torres altas españolas, de dos o tres pisos, como las del monasterio de Oya; tiene un frontón adosado sobre la fría fachada. Tiene un aire de Herrera, como la catedral de Valladolid y San Martín de Compostela. Es grande y sólida como un baluarte, a la española, está en un sitio alto dominando la ciudad, en medio del Vigo antiguo. Este tiene calles enlosadas como en los pueblos viejos de Galicia, estrechas, tortuosas, pintorescas, de casuchas pequeñas y muy animadas de tiendas y vecinos. De la Iglesia, por las callejas empinadas, desciendo hasta el mercado de abastos, en el muelle; hay una verdadera feria de barracas y carretas y exhibiciones de sombrereros y artículos de vestir, medias, lienzos, ábums de marcar ropa (sic), cintas que venden las mujeres, y donde las criadas paran con las cestas. En el recorrido hay también algunos pordioseros, vi uno con un cáncer en la nariz todo sangriento y agujereado. Poco a poco fui descendiendo al aire libre, bajando por las callejas, llegando al mercado. Este es muy bueno, rico, a la española, de gusto y suntuosidad: tiene dos puertas adornadas en los extremos , y dos pisos. En el superior, accesible por las calles altas, se venden en mesas frutas y comestibles; en el de abajo está el mercado de pescado, donde las mujeres producen un griterío de mil diablos. Es de cantería y hierro: de cantería en el piso inferior; de hierro y vidrio en el superior. Muy elegante, vasto, provisto y aseado. Ya fuera, en la calle adyacente al mercado, se extiende un nuevo mercado al aire libre de frutas y hortalizas, bien en la rampa anexa al mercado de pescado, bien diseminadas, también las pescantinas venden pescado en la calle en canastas.

El barullo y la agitación aquí son extraordinarios. Entre las vendedoras bullidoras pasan graves los guardias municipales, de azul y varas, calmándolas. El mercado de las quincallas se extiende por las calles y plazoletas cercanas y dura hasta las 12 ó la una de la tarde, no tiene fin”.

Existen pasajes sobre otras calles y zonas que recogeremos en una segunda entrega de este artículo.

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